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Buscar nuestras raíces
Hace más de cuarenta años visité, por primera vez, España todavía bajo la dictadura de Franco. A pesar de mi juventud, fue una impresión muy fuerte, porque traía conmigo el fantasma de mi padre, quien nunca quiso regresar a su patria mientras “el caudillo” viviera, y murió sin volver a ver a su padre y varios hermanos que se le anticiparon en ese último viaje.
En aquella ocasión conocimos algunos puntos turísticos de Madrid y sus alrededores, Andalucía y Burgos. Yo era la primera de mis hermanos que llegaba a la tierra de mis padres y uno de mis objetivos era conocer los pueblos donde ellos habían nacido y a la familia de la que sólo sabía que existía por carta, ya que nadie más emigró a México. En mi infancia me sentía mal porque yo no tenía abuelos, tíos, primos, como los demás niños y el hecho de no “tener familia” me marcó en alguna forma y ahora, por fin, iba a conocer a algunos de ellos.
Recuerdo que llamamos por teléfono a un tío paterno que vivía en el pueblo de mi papa, en Vilches, Jaén, Andalucía, y le dijimos que al día siguiente llegaríamos a visitarlos. Cuál no sería nuestra sorpresa cuando esa mañana, al bajar al lobby del hotel, lo encontramos esperándonos, con una pequeña maleta en la mano. Le preguntamos por qué había viajado hasta Madrid y nos contestó que “para enseñarnos el camino al pueblo”. Por supuesto que teníamos mapas de las carreteras y estábamos acostumbrados a hacer largos recorridos en auto, por lo que el gesto nos pareció conmovedor, ya que era una lección de hospitalidad inesperada.
Cuando llegamos al pueblo, nos hizo dar tres vueltas con el auto en círculo en la plaza donde está la iglesia, la casa del ayuntamiento y, no podía faltar, el bar. Cuando me percaté de lo que pasaba, caí en cuenta que él deseaba que todos los que ahí se encontraban “casualmente”, nos vieran y supieran que habían llegado “los mexicanos”. La recepción colectiva fue cálida y abrumadora, nos platicaban personas de todas las edades, familiares o no, nos regalaban cosas, nos preguntaban por México, un territorio de mariachis, pistolas y caballos, según lo que habían visto en algunas películas. Nos dieron un banquete con embutidos, jamón serrano, aceitunas, vino, manzanilla, en fin, un festejo para el paladar en toda forma.
Poco después, fuimos al pueblo de mi madre, Barbadillo de los Herreros, en Burgos, donde la impresión fue otra y tuvimos la oportunidad de vivir una experiencia más íntima. Al iniciar la calle-carretera que era el eje del poblado, estaban un par de encantadores viejecitos, ella, con su largo vestido negro, su canoso cabello recogido, una sonrisa y ojos chispeantes iguales a los de mi madre; él, enjuto, vivaracho, simpático. Pensamos que iba a suceder algo parecido a lo del pueblo de mi papá y no fue así, aquí la recepción fue más personal, más hacia dentro.
Vivían en una casa de piedra, de gruesas paredes y escasas ventanas (por el frío tan intenso del invierno), que tenía varios niveles. En el primero estaban los cuartos donde guardaban los animales (cerdos, gallinas, ovejas, perros), subías unos escalones y había un cuarto donde colgaban pellejos con vino, chorizos, jamones, carne, ristras de pimientos, ajos, y no sé qué otros alimentos. Unos escalones más arriba estaba el núcleo de la casa: la cocina con una enorme chimenea que calentaba toda la vivienda al estar encendida día y noche. Ahí colgaba un perol con agua donde iban poniendo las cáscaras de las verduras que pelaban, sobras de comida, etc., que daban después a los animales. En el centro había una mesa con un brasero abajo para calentar los pies. Me sentí dentro de uno de los cuentos que leía de niña. Horas de platicar, compartir anécdotas, comer jamón serrano, embutidos y un queso ovejero delicioso, acompañado todo esto con un vino tempranillo y al terminar, un vasito de orujo fuerte y oloroso. Subías otro nivel y estaban las recámaras.
En ambos pueblos encontré la respuesta a muchas actitudes de mis padres que no comprendía, el origen de algunas de sus creencias, su pensamiento rígido y apegado a las tradiciones y costumbres de su lugar de origen como una manera de no perder sus raíces, su sentido de pertenencia a una familia, a un pueblo, a un país, y me prometí llevar a mis hijos a conocer estos pueblos, con lo positivo y negativo que ello pudiera acarrear, ya que ellos eran tan urbanos, tan lejanos a la vida rural, sencilla del campo y las pequeñas ciudades, que presentía un choque cultural en ese sentido.
Cumplí mi meta. Los cuatro han estado en la fiesta de la Virgen del pueblo de mi padre, y les encantó la experiencia. No coincidimos con la celebración de la fiesta del pueblo de mi madre en Burgos las veces que hemos regresamos a España, aunque si hemos ido varias veces al pueblo. Algún día de estos podremos ir a pasar la fiesta de la Virgen de Costana en Barbadillos, y espero conocer a muchos familiares más, ya que alguien muy ingenioso, cuyos padres o abuelos eran originarios del lugar, se dio a la tarea de localizar a todos los que compartimos el mismo apellido en las redes sociales y nos ha enlazado a pesar de vivir en distintos países y continentes. Tal vez algunos de ellos tengan hijos que no conozcan el pueblo de sus abuelos y, créanme, vale la pena llevarlos y fomentar el nexo con sus raíces familiares, raciales, culturales, regionales, en este mundo tan frívolo y volátil que en ocasiones que no valora lo que significa la palabra familia, patria, linaje, tradición, herencia cultural, en contraste con el peso que se le da a ser dueño de cosas.
¿Qué piensan de la opción de buscar nuestras raíces?