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CONGRUENCIA

RICARDA fue una Mujer que, con su ejemplo, nos enseñó que se puede ser feliz si uno es congruente, si ama lo que hace y, por lo tanto, lo hace bien, si conoce sus límites y los acepta sin amargura, si vive en armonía consigo mismo y con el universo. También nos enseño que la voluntad de vivir sobrepasa todas las expectativas.

Ella era una linda jovencita que tenía 16 años cuando surgió la Revolución Mexicana. Sus padres trabajaban en una hacienda en el norte de la República, donde tenían una pequeña vivienda para ellos y, ella entró a trabajar en la casa como sirvienta.

Ella me contó que sintió mucho miedo cuando pasaban por ahí las tropas villistas, ya que solían llevarse a las mujeres de 14 años para arriba, con el fin de “alegrarle” la vida al Comandante, y pasar a formar parte del grupo llamado las “Adelitas” que, además de “entretener” a la tropa, lavaban su ropa, les daban de comer, etc.

El hacendado tenía un cuarto oculto bajo  el piso del pajar. La entrada estaba cubierta de pacas de heno y no se veía. Ahí escondían a todas las mujeres jóvenes, el dinero y las cosas valiosas mientras duraba la invasión de las tropas a la casa. Para contar con oxígeno, utilizaban unas varas de bambú.

Cuando los patrones se vinieron a vivir a la capital Ricarda se vino con ellos como parte del servicio doméstico. Era lo esperado y ella no se sentía mal por ello.. Muchos años después, cuando iban a regresar a la Hacienda, la recomendaron con un amigo suyo que tenía un puesto magnífico en el Gobierno.  Ahí trabajó durante 30 años, como cocinera al principio, como ama de llaves después. Pasado ese tiempo, al cambiarse a una mansión enorme en el Pedregal, el licenciado la liquidó porque querían otro perfil para el servicio. Tuvo algunos trabajos temporales con los hermanos solteros del licenciado y con eso iba saliendo adelante.

El dinero se acababa, por lo que Ricarda decidió trabajar por día. Entró conmigo a trabajar de lavandera y duró unos años, hasta que me percaté que ya era una anciana. Le propuse entonces que yo le daría una mensualidad, cubriría sus gstos médicos, le mandaría una despensa cada 15 días con el chofer, a cambio de que ella, de vez en cuando,  viniera a mi casa a vigilar a mis hijos y a los sirvientes. Así lo hizo durante unos años, hasta que yo no seguí saliendo de viaje, y si cubriendo sus gastos.

Ricarda vivía por el oriente de la capital, cerca de la Avenida Ocho, en una vecindad donde rentaba dos cuartitos. Una de las vecinas me avisó que se había caído y estaba muy mal. Fui de inmediato a verla y llevé un médico para que me dijera qué se podía hacer. El diagnóstico fue que no se podría hacer nada y que le quedaba de vida de uno a tres meses.  No le dijimos nada a ella. Le propuse que se internara en un asilo, donde la tratarían como reina, si yo le pedía el favor a una amiga que había empezado a trabajar en un alto puesto del Gobierno recién estrenado,. Ricarda me contesto: Ay, señora María, usted me propone solución por 6 años, y después ¿qué? Me quedé muda. ¡Ella tenía 96 años!

Como iban a ser tres meses a lo sumo, la lleve a un asilo particular de Cuernavaca, Mor., donde vivió hasta los 102 años.

Ricarda no se casó y no tuvo hijos. Cuando tenía 60 años muró el último de sus familiares y quedó sola en el mundo. Nunca escuché una queja de ella, todos la querían y respetaban. Hacía su trabajo con amor y esmero. Estaba conforme con lo que hacía, con lo que tenía, con lo que tocó vivir.

Cuando fui a enterrarla, lloraron su partida las monjitas y sus compañeras. Decían que siempre les daba ánimos y les contagiaba su voluntad de vivir. Yo conservo  lo único valioso que tenía en su cuartito de la vecindad: un ropero antiguo de madera que la acompañó siempre.

 

 

 

 

RESILIENCIA

Voy a hacer una breve semblanza de mujeres que nos dieron ejemplo de vida por su compromiso con su Misión, la ética, y su vocación de servicio.

La Doctora Francisca Valles Cuesta fue parte del numeroso grupo de médicos, literatos, intelectuales, profesionistas, artistas, gente valiosa, que tuvieron que huir de España debido a la persecución del Dictador Francisco Franco al terminar la guerra civil (1936-1939). Llegaron a México a compartir sus conocimientos con generosidad y gratitud.  Para ninguno de ellos fue fácil empezar desde cero en otro país. Para una joven mujer, mucho menos.

La Doctora Valles llevó a cabo una importante labor de resiliencia al llegar a México. Con empeño y dedicación, logró reintegrarse a su especialidad como Ginecóloga y tener su consultorio

De pocas palabras: las necesarias, y voz firme, sabía dar consuelo, seguridad, aliento, esperanza y confianza, a sus pacientes.

Tres de mis hijos nacieron con ella mediante cesáreas. Dos veces me salvó la vida. La primera cuando tuve una hemorragia interna muy fuerte por un aborto de cuatro meses y medio.  La segunda fue cuando se presentó una placenta previa: me había embarazado después de dos abortos y un parto prematuro en el que el bebé murió. Estuve en cama en reposo absoluto durante siete meses.   Cuando le llamé a las dos de la mañana y le dije que tenía una placenta previa, me contestó que me fuera de inmediato al hospital, y me preguntó mii tipo de sangre.  Cuando llegué estaba la camilla esperándome en la calle, y ella en el quirófano lista para operar , mientras iniciaban las transfusiones de sangre. No solo me salvó a mí, también, a mi hijo, porque  nos dijo al terminar la cirugía que llamáramos  de inmediato al Pediatra, que el niño estaba delicado. Así lo hicimos. El bebé estuvo ocho días en la incubadora durante 9 días..

En la Benéfica Hispana salvó la vida de uno de mis sobrinos que nació a los seis meses de embarazo y pesó 900 gramos. Se movilizó u lo envió al Sanatorio Español, donde una monja, a quien le decían Sor Milagros, lo cuidó durante tres meses con cariño y ternura, además de darle el biberón con la leche materna que mandaba mi cuñada. Si ella no hubiera actuiado con tanta diligencia, el bebé habría muerto.

Escuché muchos casos difíciles de pacientes suyos en la sala de espera de su consultorio. Todos la admiraban y respetaban.

Una amiga mía, a quien atendía un Ginecólogo muy renombrado de la ciudad de México, se embarazó tres veces, y tuvo tres abortos. El último de ellos fue trauátiico: empezó a sangrar a los tres meses y el doctor le mando reposo y muchas hormonas. Un mes después, se puso muy grave. La intervino de emergencia otro doctor, quien reportó haber encontradó en el útero un feto muerto que llevaba mucho tiempo ahí, poniendo en riesgo su vida.  Yo le recomendé a la doctora Valles Cuesta, quien le dijo que iba a tener hijos. La cuidó y nacieron tres rubios angelitos.

La doctora no tuvo hijos, y sí ayudó a formar, y lograr que salieran adelante, a muchos jóvenes como médicos o profesionistas.

Una mujer comprometida con su Misión y con la profesión de médico y la ética, y que generosamente, compartió sus conocimientos y experiencia con todos.

Un recuerdo con gratitud para ella en nombre de todos a los que nos ayudó.

 

TERAPIA INTENSIVA

Incluyo el tercer relato corto sobre mujeres diferentes, de las que cualquier parecido con alguien que conozcan es pura coincidencia. . A partir de mañana compartiré relatos de mujeres ejemplares, dignas de admiración y respeto.

Eugenia nació en una bella ciudad de provincia donde estudió hasta la preparatoria y, como no había ahí una universidad, se vino a la ciudad de México a estudiar Filosofía y Letras.

Se alojó en una pensión propiedad de una paisana  de sus papás, para que ellos sintieran que iba a estar bien cuidada. Ahí conoció a un muchacho llamado Jorge, simpático y  bromista, que también  estudiaba en la UNAM, pero que tenía una novia en provincia.  Tejió una red muy sutil y  efectiva que provocó que rompiera su noviazgo e iniciara uno con ella. Cuando terminaron de estudiar, como ella no quería regresar a provincia, precipitó las cosas para que se casaran antes de inmediato.

Se fueron a vivir a un pequeño departamento en la colonia Roma, que los padres de ambos amueblaron y equiparon con lo más moderno que había, y ellos se dedicaron a disfrutar. Eugenia se pasaba el día sin hacer nada porque su mamá le había mandado una sirvienta que llevaba la casa, así que se dedicaba a visitar amistades y divertirse con su marido.

Pasados unos años, el bufete de Jorge había crecido a paso acelerado, y daba servicio a una numerosa clientela de élite. Ocupaba toda una planta en un edificio ubicado en Polanco, donde trabajaban 15 personas entre socios y empleados, con lo que la situación económica de la pareja era holgada, y su vida social muy intensa.

Decidieron tener familia por lo que compraron una casa en la misma colonia, una mansión de estilo colonial, que constaba de tres pisos: en la planta baja estaban los garajes y los cuartos de servicio, en el primer piso una gran estancia con un bar muy amplio y una enorme sala-comedor, antecomedor, cocina y el salón de juegos. En el siguiente piso había cinco recámaras, cada una con su baño.

Eugenia no se molestaba en nada. Cuando nacieron los niños, dos hombres y dos mujeres, la que se encargó de ellos, día y noche, fue una Nana que le mandó su mamá. Había también una cocinera cuya hermana hacía las labores de limpieza, aparte del jardinero que iba una vez a la semana y que limpiaba también los vidrios, enceraba muebles, etc. Jorge pagaba directamente los sueldos y se encargaba del mantenimiento y reparaciones de la casa, por lo que ella era como una hija más.

La Nana, que dormía en uno de los cuartos del tercer piso para poder estar al pendiente de los niños ya que los papás salían casi todas las noches, los despertaba temprano, los vestía (hasta los 10 años), les daba de desayunar y los ayudaba a subir al transporte escolar. En mediodía los recibía de la escuela, les daba de comer y los cuidaba hasta la hora del baño, la cena y acostarlos. Disponía para sus asuntos personales del tiempo que ellos estaban en el colegio.

Eugenia no se levantaba antes de las 10 de la mañana en que se iba al gimnasio o de compras. Su marido no venía entre semana a comer, por lo que los martes y jueves ella tenía una reunión desde la comida para jugar cartas hasta las 10 de la noche. Los lunes comía con sus amigas en algún centro comercial al que iban de compras, y los miércoles y viernes comía con sus hijos, y se iba a dormir una prolongada siesta, para arreglarse y salir por la noche al cine, al teatro, a alguna reunión social o cena de compromiso.

Jorge estaba siempre ocupado o de viaje, por lo que se veían poco. En una ocasión, una de sus amigas le dijo que si no le daba miedo que él tuviera una amante y por eso estuviese ausente tanto tiempo, a lo que Eugenia respondió: “mientras a mí me tenga como una princesa, y pueda yo gastar todo lo que quiera, eso no me importa”.

Una vez al año se iban de viaje a Europa, Asia o Sudamérica durante un mes, casi siempre con un grupo de amigos. Hoteles de lujo como el Waldorf Astoria o El Plaza en Nueva York, el George V en París, el Ritz Palace en Madrid, cruceros con suites enormes para ir a las Islas Griegas, a los fiordos de Noruega, a San Petersburgo, al Mediterráneo, seguir en uno de ellos el curso del Rin desde Rotterdam en Holanda, hasta Basilea en Suiza, autos con chofer, en fin, no se privaban de nada durante estos recorridos. Ellas no visitaban muchos museos, pero no había tienda o joyería que se les escapara en ningún lugar, mientras los maridos hacían lo mismo o se iban a tomar una copa por ahí.

Fueron muchos años de vivir cada uno su vida por separado, él, trabajando mucho, cultivando sus relaciones profesionales, amasando una fortuna, y ella, gastando el dinero que su marido ganaba en ropa, joyas y símbolos de status. Convivían socialmente con mucha frecuencia, ya fuera con sus amistades, o con clientes potenciales o establecidos.

A los niños, que eran bien parecidos y agradables como los papás y estaban por lo general sanos, los veían por lo general los fines de semana. No eran unos alumnos brillantes, inclusive uno de ellos reprobó un año, lo que no preocupó a los padres que decían que sólo se es niño una vez, que ya crecerían. Los abuelos tenían una recámara para ellos y se alternaban para visitar a los nietos durante una semana de vez en cuando, y cuando venían a quedarse en México todo el mes que Eugenia y Jorge se iban de vacaciones.

Así transcurrieron muchos años, todo era “miel sobre hojuelas”, hasta que una aciaga mañana del mes de octubre, cuando Jorge estaba en el bufete, sintió un fuerte dolor de cabeza y se desmayó. Lo llevaron de inmediato al hospital, donde lo internaron para hacerle estudios. Resultó que había sufrido un accidente cardiovascular masivo. Cirugías, transfusiones, nerviosismo, tiempo de espera para ver qué secuelas quedaban. “Está estable” era el diagnóstico que daban los médicos. Poco a poco, empezó a mejorar, cuando de pronto se puso muy grave: resultó que había contraído una infección que lo tenía al borde la muerte, en estado de coma, interno en la Sala de Terapia Intensiva (UCI).

Eugenia, que había pasado de ser hija de familia a una princesa consentida y mimada, nunca había enfrentado el dolor ni una enfermedad en su familia, por lo que no sabía qué hacer. Los abuelos vinieron a su casa para quedarse con los niños y el servicio estaba acostumbrado a funcionar solo, así que ella no hacía falta para que todo siguiera adelante.

Los médicos los conocían y se esmeraron en dar a Jorge la mejor atención profesional y humana posible, sin embargo se desconcertaban cuando reportaban a Eugenia la condición médica, ya que ella les decía que no entendía nada, que ellos tomaran las decisiones que hicieran falta.

Mientras Jorge estaba en la sala de Cuidados Intensivos, Eugenia se quedaba en una suite de lujo en el mismo hospital. Hizo que le trajeran todos sus artículos de tocador y mucha ropa para cambiarse y estar siempre impecable, y se quedaba ahí diciendo que no quería salir. Se percató que esa era una posición social aceptada. Las amistades se turnaban para llegar por la tarde y llevarla comer-cenar a un buen restaurante cercano, y las amigas iban a por ella para irse a desayunar juntas.

A las visitas de la UCI no iba porque se “deprimía mucho”, por lo que la persona que se quedaba en las noches con Jorge era una abogada del despacho, la segunda de a bordo, a quien los médicos también conocían, por lo que, por las noches, colocaban una cama junto al enfermo para ella. Sólo salía por la mañana temprano para irse a bañar y cambiarse a su casa, e ir al despacho y atender los asuntos urgentes, y regresaba para estar junto a él el mayor tiempo posible.

Esta difícil situación, en la que Jorge estuvo varias veces a punto de morir, y sufrió varias cirugías, duró tres mes, tiempo en que la abogada estuvo con él todas las noches. Eugenia no lo visitó ni una sola vez porque se ponía nerviosa, aunque los médicos y amistades le insistían que era conveniente que fuera a platicar con él y le infundiera ánimos.

Finalmente, a Jorge lo dieron de alta y se fue a su casa, donde lo instalaron en el salón de juegos, que tenía un baño completo y estaba cerca de la sala y comedor, para que pudiera salir a comer ahí con los niños, ya que no podía subir y bajar escaleras todavía.. Contrataron a un cuidador que lo atendía día y noche, lo ayudaba a asearse, rasurarse, levantarse de la cama, desplazarse para ir a comer o a ver la televisión. Ahí recibía a sus amistades y socios del bufete que le informaban cómo iban las cosas en su ausencia. Eugenia le pidió que vinieran los socios hombres y no la abogada que lo había cuidado en el hospital para evitar que las amistades fueran a “inventar chismes”, lo que Jorge acepto sin rechistar.

Estaba muy mermado física y anímicamente, había adelgazado hasta ser casi un esqueleto forrado de piel, se sentía desorientado y no tenía fuerzas para valerse por sí mismo, por lo que se convirtió en un paciente muy manejable y que no daba problemas.

Eugenia siguió durmiendo sola en la recámara matrimonial, levantándose tarde, saliendo con sus amigas a jugar o de compras, en fin, se reintegró a la vida que llevaba antes de que su marido enfermara. Decía que ahora los niños estaban más cuidados y mimados por el papá, lo que le permitía ausentarse más, porque se ponía nerviosa con tanta gente en la casa. En efecto, la casa estaba siempre llena de gente. Nada más del servicio eran las tres asistentas,  el chofer todos los días para llevar a Jorge al doctor o a sus terapias y el cuidador, con lo que hablamos de cinco o seis elementos de ayuda. Los papás de Jorge se habían mudado a la casa para estar todo el tiempo con él, los cuatro niños y Jorge sumaban siete personas, y cuando estaba Eugenia, ocho. Esto se traducía en que la cocinera estaba todo el día en activo preparando alimentos para doce o trece personas. Era una multitud cuando venía un amiguito de los niños de visita o alguna amistad caía por ahí.

Gracias a que habían ahorros suficientes, no se presentaron problemas económicos, aunque el papá de Jorge se tuvo que encargar del mantenimiento de la casa y contratar al plomero o al electricista cuando algo fallaba, y uno de los socios, de cubrir los sueldos de todos los que laboraban en ella.

Esta situación duró varios meses, hasta que sorpresivamente, Jorge murió de un infarto al corazón, con lo que Eugenia se volvió, otra vez, la figura estelar, la viuda apesadumbrada y llorosa durante todo el funeral y los meses siguientes.

El testamento estaba a su favor. Ella heredó, en nuda propiedad, la casa que era para los hijos, se quedó con la casa de Valle, todas las cuentas bancarias y de inversión, y el bufete del que Jorge era el socio mayoritario, así que tenía el futuro resuelto para criar a sus hijos sin preocupaciones.

Como el bufete no le interesaba, vendió a los socios la parte de Jorge a un precio muy módico, con una única condición, que a la abogada que había cuidado a Jorge en el hospital, la liquidaran de acuerdo con la ley y nada más. Los socios le dijeron que eso no era justo, que ella era la segunda en orden jerárquico y merecía la oportunidad de quedarse en el despacho, ante lo cual, la princesa se transformó en fiera. Con una voz sibilante les dijo que sabían muy bien por qué hacía esto y que, si no estaban de acuerdo con su decisión, vendería la parte de Jorge a otros abogados, además de enfatizarles que ella era la propietaria del piso que ocupaba el bufete y, si accedían, les cobraría una renta moderada y les vendería el mobiliario a un precio accesible. Ante esta amenaza, los socios cedieron y liquidaron a su compañera.

Las amigas estaban asombradas ante esta reacción de Eugenia, ya no era la mujercita dependiente que sólo estiraba la mano para pedir dinero, o para recibir alguna joya, estaba tomando el control del dinero y decisiones sobre él como si siempre lo hubiera hecho.

Cuando le preguntaron por qué se había portado así con la abogada, les dijo que era ingenua pero no tanto, que sabía que ella era amante de su marido desde hacía muchos años, estaba enterada de que salían de viaje con cierta frecuencia, en fin, que tenían una relación establecida, lo que a ella no le importaba mientras él cumpliera con su deber de padre y le diera todo lo que le pedía, pero que no se le daba la gana que ella siguiera en el despacho.

Lo que Eugenia no supo es que esa abogada, que en efecto había sido la amante de Jorge sin interferir en su matrimonio, era una profesionista muy capaz. En el medio legal, cuando se supo que la liquidaron, le llovieron las ofertas de trabajo y aceptó una que duplicó sus ingresos. Ella provenía de una familia acomodada, tenía un patrimonio holgado, y había sido más compañera y amiga de Jorge que amante, ya que él no podía platicar nada de sus negocios con Eugenia porque “tenía la cabeza hueca” decía él. Convivían doce o catorce horas diarias en el bufete y con reuniones con los clientes, hablaban el mismo idioma, tenían los mismos intereses, los dos eran atractivos y jóvenes, por lo que pasó lo esperado en los casos en que la esposa-princesa no conoce ni comparte el mundo laboral del marido. Por supuesto que se enamoró de él y tuvo el privilegio de cuidarlo en los momentos más difíciles de su vida, lo que la hizo sentirse tranquila. Después, cuando Jorge estuvo en su casa, sólo por teléfono siguieron en contacto.

Así que lo que Eugenia consideró un castigo, dejar a la amante durante tres meses estar en la Unidad de erapia Intensiva, para que se fregara cuidando a Jorge, fue la oportunidad de alentar su amor  y poder  despedirse de él si algo pasaba.

Eugenia no sabía trabajar en nada. Toda su vida la pasó dependiendo económicamente de sus padres y de su marido. El patrimonio era abundante y alcanzó para vivir algunos años con el mismo ritmo de vida dispendioso que había llevado siempre, conservar a todo el personal de servicio, incluyendo al chofer para que llevara a los niños a sus clases extras por las tardes, mientras ella jugaba cartas con las amigas, o se iba al cine o de compras, pero llegó el día en que las arcas se encontraron casi vacías.

Ya había casado a dos hijas con muchachos de familias acomodadas, quedaba sólo el más pequeño, por lo que ella hizo lo que sabía hacer, buscó un marido que la mantuviera. No fue un hombre exitoso como Jorge, pero le dio un hogar y una vida confortable, sin lujos excesivos y sin carencias.

Eugenia estudió Filosofía y Letras para salirse de su casa y de su ciudad,, pero nunca siguió estudiando nada más. Tampoco leía ni se ocupó de enriquecer su cultura o de ejercitar su mente. Algunas amistades se preguntan si eso colaboró a que, cuando cumplió 65 años, empezara a padecer Alzheimer.

Al poco tiempo de ir perdiendo la memoria, su segundo esposo murió y ella se quedó sola. Ya sus padres habían muerto, y su hermano vivía en el extranjero, quedaban los hijos, todos casados y con niños pequeños, por lo que la internaron en una residencia para personas con enfermedades propias de la vejez o Alzheimer. Triste final para una princesa. Las amistades se retiraron y ya no la visitaban. Los hijos espaciaban sus visitas porque “los deprimía ver a su mamá así”. ¿Dónde, cuándo y de quién aprendieron esa conducta? Por ahí dicen que se cosecha lo que se siembra. Ella nunca los crio, los cuidó, se desveló con sus enfermedades infantiles, estuvo junto a ellos en la adolescencia, compartió sus alegrías y tristezas, los alentó en sus momentos difíciles, por lo que no era de extrañar que no acudieran a convivir con ella con frecuencia.

El tiempo pasó y Eugenia ya no reconocía a sus hijos ni a sus nietos, no sabía dónde estaba ni lo que había hecho. El vacío y la soledad fueron sus compañeros hasta que murió.

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¿ÁNGEL O DEMONIO?

Voy a compartir otro relato corto. He escrito historias sobre mujeres ejemplares, y algunas sobre mujeres a las que llamo diferentes. Cualquier parecido con alguien que ustedes conozcan es pura coincidencia. Recuerden que la REALIDAD SUPERA A LA FICCIÓN, y escuchen lo que oigan,  y lean entre líneas.

Lizbeth nació en un país sudamericano en el seno de una familia humilde que pasaba dificultades por sus carencias económicas. Ella era una jovencita atractiva, tenía 16 años y todas las ansías del mundo de vivir una vida mejor que su madre, llena de hijos, golpeada por la pareja del momento, un día sí y otro también, siempre criando un niño, siempre estirando la comida para que ella y los niños calmaran el hambre.

Lizbeth se fue a la capital a trabajar como sirvienta en casa de una familia muy rica, lo cual fue un alivio para su mamá porque le mandaba casi todo lo que ganaba cada quince días. En ese trabajo aprendió que había modales en la mesa, cubiertos para cada alimento, ropa adecuada para las actividades que se fueran a llevar a cabo, hábitos higiénicos y, sobre todo, aprendió que todos tenían un objetivo: el señor, ganar más dinero cada día, la señora, encontrar maneras de gastarlo más rápidamente; el hijo mayor que estudiaba y era responsable, quería irse al extranjero a estudiar una Maestría, la hija se esforzaba por imitar a la mamá y en ser encantadora para “cazar” un buen partido y casarse.

Con la única persona que platicaba era con el joven que se pasaba largas horas estudiando en la biblioteca, los demás pasaban a su lado como si no la vieran, a menos que le ordenaran que hiciera algo para ellos.  Él le prestaba libros sencillos para que los leyera y la invitaba a que estudiase en ellos y así, poco a poco, surgió una sana amistad entre ellos. Al recibirse él de licenciado, hizo los trámites para conseguir una beca en una prestigiada universidad de los Estados Unidos, por lo que le dijo a Lizbeth que ya pronto se iría. Ella se puso a llorar y le pidió que la llevara con él para que siguiera estudiando y superándose. No había una atracción sexual entre ellos, por lo que él, que tenía una conciencia social muy diferente de las de sus padres, consideró esta petición en serio y decidió ayudarla.

Acordó con ella que le prestaría el dinero necesario para que pudiera viajar fuera del país y empezar a trabajar en los Estados Unidos y que, cuando estuviese instalada y trabajara, le  pagara lo que le debía.  Primero la ayudó a sacar un pasaporte y una visa de turista, para después, sin decir nada a sus papás, comprar para ella un boleto en el mismo avión en el que iba a volar y, cuando lo tuvo, informó a Georgina que  saldrían en un mes más. Acordaron no decir nada a la familia de Lizbeth y seguirles mandando el dinero cada 15 días, mientras todo se regularizaba.

Llegado el momento, Lizbeth se fue mucho antes que él al aeropuerto, donde se encontraron una vez documentados, para que los familiares de él no pudieran verlos. En el trabajo dijo que se había enfermado y que iba a atenderse durante algunos meses porque padecía algo contagioso, con lo que la patrona desistió de buscarla en su casa.

Al llegar a Estados Unidos, se fueron al departamento que los papás habían rentado cerca de la universidad. En un principio, Lizbeth se ocupaba de la limpieza, de preparar las comidas, lavar la ropa, etc., mientras el joven se iba a estudiar.

Cuando pasó un mes, él le encontró un trabajo en la pizarra de ofertas que había en la universidad, para que ayudara a cuidar a una señora mayor durante el día. Ella llegaba a la casa de unos señores de la clase alta a las 9 de la mañana, para que el señor pudiera ir a atender su negocio, y se encargaba de la esposa que era una señora mayor. Había una enfermera que la cuidaba por las noches y la ayudaba con sus rutinas de aseo por la mañana, por lo que Georgina sólo preparaba los alimentos y la acompañaba hasta las 5 de la tarde, hora en que llegaba el marido. Poco a poco se ganó su cariño y logró que la trataran como a una hija, tanto así que la invitaron a irse a vivir con ellos, lo que Lizbeth aceptó para dejar de ser una carga para su amigo.

No había habido intimidad sexual entre ellos, eran unos camaradas que compartían sueños e ilusiones, deberes y alegrías, sin que nunca hubiese ni una insinuación de parte de él. Al cabo del tiempo Lizbeth supo que era homosexual y que por eso no había mostrado interés en ella.

Poco a poco, pagó a su amigo todo lo que le debía, con lo cual  pudo empezar a comprarse ropa, perfumes, cosméticos, etc., y a vestirse como una jovencita adinerada. No le costaba nada vivir en la mansión de los viejitos, y ellos le daban un magnífico sueldo, además de muchos regalos.

En esa casa conoció a muchos hombres y llegó a salir con algunos de ellos al cine o a la ópera, con el permiso de los señores. Al principio, sólo era amistad, pero cuando uno de ellos le regaló un anillo con piedras preciosas, a cambio de pasar un rato en un hotel con él, le vendió cara su virginidad y obtuvo una jugosa cuenta bancaria a cambio de un encuentro semanal del que no informó a sus empleadores.  Fue así que encontró una manera de tener un pequeño ahorro, por si venían malos tiempos mientras encontraba un buen partido para casarse.

Al principio fue un viejito, después otro amigo la recomendó a alguien más, y así, Lizbeth ocupaba dos horas al día en visitar a sus nuevas relaciones, lo cual fue seguro y lucrativo para ella. Sábados y domingos salía con alguno de ellos fuera de la ciudad y su cuenta bancaria seguía creciendo. Vivir con los señores le permitía soñar con pertenecer a esa clase social y, así, ahora tenía dos trabajos, cuidar y acompañar a la señora y “atender” a sus nuevos “amigos”.

En una ocasión, fue a visitar a los viejitos un hombre mexicano que tenía negocios con el señor, a través de los trabajos de remodelación que había hecho en una de las joyerías de su propiedad ubicada en el centro de la ciudad. Era un hombre de unos 38 años, bien parecido alto, de tez blanca, simpático y de conversación amena y ligera. Conoció a Lizbeth y se prendó de ella, quien se esmeró en atenderlo y conquistarlo con sus modales discretos, elegantes, sutilmente coquetos.

Este mexicano, a quien llamaremos Sebastián, se volvió asiduo a la casa del joyero y empezó a invitar a salir a Lizbeth, quien aparentaba ser una jovencita trabajadora y sin novio, ni amigos con esas pretensiones. Tan fina fue su comedia que le “vendió” su virginidad al mexicano, a cambio de que se casara con ella y la llevara a su país como su esposa.

Ella había seguido mandando dinero a su mamá cada 15 días, con lo que la señora no preguntaba nada ni la molestaba en nada. A los viejitos les dijo que era huérfana y sólo fue a la boda con Sebastián su amigo gay, el chico que la había ayudado a entrar a Estados Unidos y a empezar una nueva vida.

El primer obstáculo grave que encontró una vez casada, fue el tenerse que subir al avión para irse a vivir a México. Tenía pavor de estar en el aire, encerrada en un espacio pequeño, sentada casi inmóvil, se sentía insegura frágil, vulnerable.  Sólo lo había hecho cuando huyó de su país, y aquel viaje fue muy traumático y estresante, por lo que le tomó aversión a los aviones. Inventó entonces que sería una luna de miel encantadora si hacían el viaje a México, Distrito Federal, por carretera y conocer las ciudades que quedaban en la ruta. A su flamante marido le encantó la idea, con lo que logró evitar subirse a un aeroplano.

Llegaron a vivir a una casa en la colonia Del Valle, con un pequeño jardín y muchas formas de mostrar cómo utilizar la decoración como complemento de la construcción.  Su marido tenía un despacho que se encargaba de remodelar o decorar, desde una casa habitación, hasta grandes oficinas o almacenes, por lo que el dinero no les faltaba. Vinieron los tres hijos que llenaron el espacio de risas y alegrías, llantos y problemas.

Sebastián se volvió muy brusco en su trato con ella una vez que la tuvo
“domesticada”, como decía a sus amigos.  Lizbeth estaba casi siempre en su casa, al tanto de sus hijos, atendiendo los compromisos sociales del marido y los hijos, haciendo pasteles, cocinando, y aburriéndose de lo lindo.  No leía ni llevaba a cabo ninguna actividad cultural.  Extrañaba las atenciones de sus viejitos y sus generosos “amigos”. Sebastián le pedía cuentas de lo que gastaba y, aunque le compraba ropa cara y joyas vistosas para presumirlas a sus amigos y compadres, ella no tenía una cuenta a su nombre ni podía gastar dinero sin rendir un informe al marido.

Una cosa lleva a otra, no faltó el amigo del marido que se dio cuenta de que ella estaba inconforme con la situación y le brindó su hombro para que llorase,  su amistad para que se desahogara platicando, y un sexo picante y travieso por lo clandestino y esporádico.  Después de él, vino otro, y otro, y otro más. Lizbeth encontró la manera de compensar su malestar por lo que no le agradaba de su marido con estos encuentros amorosos. No cobraba por ello, por lo que se decía a sí misma que no estaba haciendo algo malo, sino solamente compensando lo que le faltaba.

El marido, cuando parecía un venado de doce puntas, se percató de lo que estaba sucediendo. Vinieron una serie de pleitos descomunales y él tramitó el divorcio y se fue.  Puso la casa a nombre de los hijos, con una cláusula que le permitía a ella vivir ahí mientras no se casara o tuviera pareja, daba una pensión alimenticia muy generosa para que no les faltara nada a los hijos, y a Lizbeth le dijo que se pusiera a trabajar, o a putear ya que lo hacía tan bien. Cuando  ella le pidió algo de efectivo mientras encontraba trabajo, le aventó 50 centenarios sobre la cama, como último pago por haberlo engañado tan bien.

Lizbeth se vio en el espejo. Tenía 45 años y estaba un poco “ajamonada”, el vientre flácido colgaba sin piedad, las arrugas campeaban por su rostro y cuello con singular alegría. ¿Qué iba a hacer?  No sabía hacer nada. No iba a trabajar de sirvienta o de dama de compañía de viejitos, así que decidió que iba a ser “encargada de relaciones públicas”.

Tomó los 50 centenarios y se hizo una liposucción en caderas, piernas y brazos,  se “restiró” la barriga, se puso implantes en los senos, se hizo una cirugía en el rostro para quitarse muchos años de encima, con lo que logró una nueva imagen que le permitió ver el futuro con más optimismo.

Sin embargo, no es fácil empezar a trabajar a esa edad, sin tener una profesión ni experiencia previa en alguna empresa, por lo que aceptó ser “acompañante”, en comidas y cenas, de hombres que estaban en la política o en negocios no siempre muy limpios. Así comenzó a vivir una doble vida, por un lado era una señora de clase media acomodada que vivía con los hijos, y por el otro, una meretriz disfraza de acompañante.

No veía futuro en lo que hacía porque el tiempo era su enemigo, por lo que cuando conoció a un notario que era viudo y tenía 80 años, amable y atento, decidió que era el momento de volver a casarse. Lo engatusó y logró su objetivo. Se casó con él y se fue a vivir a su casa en Coyoacán.

Era una mansión antigua, llena de objetos de arte y pinturas valiosas, vajillas importadas, adornos y cuchillería de plata, que destilaban un señorío añejo que ahogaba a Lizbeth, quien se sentía en un museo.

Poco tiempo después, no sabemos si por la emoción de la boda y las constantes salidas a restaurantes y fines de semana a Acapulco, el viejito enfermó y empezó una larga agonía. Los hijos y nietos del señor no querían a Lizbeth porque decían que era una oportunista.  Ante la inminencia de quedar viuda pronto, ella empezó el “acarreo”. Cada día se llevaba algo de valor: una pintura, un juego de té de plata, los manteles importados, los relojes antiguos, etc. , a la casa de una amiga.  Así, cuando él falleció, ya no quedaba gran cosa de valor en casa.

El testamento del viejito estaba a favor de los hijos, por lo que la casa de Coyoacán era para ellos, nada más que Lizbeth ya había logrado que él firmara cheques sin saber de qué se trataba y había saqueado las cuentas bancarias. Los hijos la demandaron, pero no pudieron probar nada porque no había facturas de lo que ellos decían que Lizbeth había robado, por lo que terminaron por desistir de su intento de pedir la cárcel para ella.

Lizbeth, cuyos hijos habían seguido viviendo en la casa de la colonia del Valle con una sirvienta que pagaba su papá, compró un departamento en Polanco con el dinero que le había robado a su marido y se fue a vivir ella sola, ya que quería regresar al negocio de las “relaciones públicas”.

El departamento era una muestra de alguien con personalidad anal: había vitrinas con colecciones de tacitas importadas, de campanas, muñecos de todo el mundo, o sea, lo mismo que vemos en un aparador de una señora de pueblo que guarda desde el muñeco de novios de cuando el hijo se casó, hasta los recuerditos que le traían todos los familiares que salían de viaje, nada más que más caros y extranjeros en su mayoría, los que daban un aire chabacano y vulgar al lugar. No había aprendido el buen gusto para la decoración de su primer marido. Para rematar el ambiente recargado puso, sobre la chimenea, un enorme cuadro al óleo de ella, en una pose que copió de las reinas que veía en los libros, sentada, con un vestido de noche largo y grandes anillos en las manos posadas sobre sus piernas, para que todos vieran que ella era una persona con clase y buena posición económica.

Conoció a un señor casado que vivía en Puebla, quien le daba generosas cantidades para que lo acompañara durante sus parrandas cuando venía a    la ciudad de México, a quien llamó su “novio poblano”.

Entabló también una relación clandestina con otro hombre casado, director de un Banco, quien le daba una fuerte cantidad mensual para ser “el señor de la casa”, a quien recibía todos los jueves en la noche, y acompañaba esporádicamente a sus viajes.

Con eso sacaba los gastos, había pagado otras cirugías estéticas para verse más joven, y vivía bien, nada más que Lizbeth pensaba en el futuro. Pronto sería vieja y las relaciones duraderas con hombres casados serían más difíciles de conseguir y una mujer como ella, de más de 55 años no tendría mucho éxito, por lo que se puso a estudiar el tarot y a  dar consultas sobre el tema.

Así amplió su mercado para cubrir las necesidades de personas inseguras que necesitaban que les “leyeran el futuro” y les dijeran lo que no iba bien en sus vidas.  Era habilidosa, parlanchina y muy astuta, por lo que pronto, además de leer las cartas y dar clases de tarot, empezó a vender amuletos a quienes iban a consultarla, o a tomar clases con ella, para que la suerte los ayudara en sus actividades: cuarzos, minerales, imágenes y esculturas de ángeles, santos y Vírgenes, medallas, libros, pergaminos, etc.

Todo esto lo tenía en una de las recámaras de su departamento, donde puso una repisa con algunos libros sobre tarot, horóscopos, vidas de santos, que había mandado encuadernar en piel teñida de rojo, con el título y sus iniciales LA, por Lizbeth y su apellido, grabadas en el lomo, para que se vieran todos iguales.  También tenía ahí una pequeña mesa donde leía las cartas y una banca forrada de terciopelo rojo, donde en ocasiones les pedía a los clientes que  se recostaran y le comentaran lo que suponían les amenazaba, para que ella les recomendara el amuleto que los liberaría de sus males.

Las clases eran en la estancia, donde colocaba una sillas de plástico en tres filas de cuatro lugares. Por lo general, asistían siete u ocho personas, la mayoría mujeres. Tenía un rota-folio con imágenes del Tarot, Santos, Ángeles, Vírgenes, y así explicaba cómo manejar las cartas del mismo. Cuando terminaba la clase, les obsequiaba una rebanada de pastel, café o algún refresco mientras platicaban y les pedía que, ya que ella no cobraba las clases, los que quisieran dejaran un donativo en una pequeña cesta que estaba a la salida y tomaran un cuarzo de ahí, el cual sería el que el destino les mandaba para protegerlos en esos momentos. Por lo general los alumnos dejaban $ 100.00, pero no faltó ocasión en que alguien dejara una pulsera de oro, o su reloj, por lo mucho que le servían la lectura de las cartas y las clases.

Lizbeth se puso a buscar información sobre el uso de amuletos, lo que le ayudaba a embaucar más a los que la consultaban. Compraba pequeños cuarzos en un peso cada uno y los vendía a quince pesos, el margen de ganancia era considerable.  Al acabar la clase, invitaba a  los que habían asistido a visitar su “despacho” para que buscaran algo que quisieran tener para su protección. Era increíble la cantidad de chácharas que compraban las señoras, hasta “agua bendita” por ella les vendía,  y todo ello se convirtió en un buen negocio.   Así, ya no dependía tan sólo de los ingresos de la doble relación con su novio poblano y el señor de la casa de México, y lo que le cayera por una que otra aventurilla esporádica, ya tenía otra fuente de ingresos.

Como al señor de la casa, su principal amante, no le gustaba que diera clases en ella, alquilo un local y puso  una tienda de artículos esotéricos: todo lo que tenía que ver con la lectura de cartas o caracoles, horóscopos y tarot. imagenes, medallas y esculturas de Santos, Vírgenes, Ángeles y crucifijos, así como símbolos hindús, budistas, mayas, aztecas, incas.

Al poco tiempo, tras darse cuenta que lucrar con la inseguridad de las personas tenía éxito, y de comentar que “los mexicanos son muy ingenuos y se creen todo lo que uno invente”, decidió convencer al “señor de la casa”, para que le comprara la casa que rentaba para la tienda, cosa que él hizo encantado.

La esposa de este señor se enteró de las andanzas de su marido y se divorció de él, tras lo cual, Lizbeth logró que él la introdujera en su mundo social como su “novia”,  con lo que garantizó el acceso a un mercado más amplio para su negocio, y el no tener que ocultarse ya como amante de unos y de otros. El ser la pareja social de este señor, ya que no vivían juntos, no le impidió recibir de vez en cuando a su novio poblano, o de echarse una canita al aire con algún cliente de las cartas, para mantenerse vigente, decía ella.

Así tenemos que Lizbeth, quien ya había estado casada, divorciada y viuda, se convirtió en “novia” oficial de varios señores adinerados nada más que ahora uno a la vez. Cuando ellos se sentían con derechos, los cambiaba por otro menos exigente. Sigue vendiendo amuletos en su tienda, ya sean angelitos o imágenes de Buda, talismanes de países orientales o representaciones de culturas prehispánicas, a personas ingenuas que buscan su ayuda. ¿Ángel o demonio? ¿Prostituta o charlatana?

Terapia intensiva.

Eugenia nació en una bella ciudad de provincia donde estudió hasta la preparatoria y, como no había ahí una universidad donde continuar los estudios, tuvo que esperar hasta que su único hermano, un año menor que ella, estuviera listo para empezar una carrera en la UNAM, en la ciudad de México.  Los dos se alojaron en la pensión que tenía una paisana conocida de sus papás, para que ellos sintieran que iban a estar bien cuidados.

Eugenia era guapa, alegre, amigable, noviera, coqueta, por lo que, entre fiestas y conquistas terminó su carrera de Filosofía y Letras y regresó a su ciudad natal a aburrirse y añorar el ajetreo de México. Esto siguió hasta que conoció a un muchacho que llegó de vacaciones a visitar a sus padres, recién llegado de Estados Unidos donde terminó la carrera de leyes. Jorge era muy bien parecido, alto, fornido, simpático, alegre, bromista, por lo que se divertían mucho juntos. Al cabo de tres semanas de intensa convivencia, Jorge se regresó al Distrito Federal a montar un bufete con el dinero que le había regalado su padre, prometiendo a Eugenia que iría a verla cada semana.

Ya se sabe que “amor de lejos…”  Por ello las visitas se fueron espaciando y Eugenia empezó a desesperarse.  Ahí no había nadie para casarse bien, lo que le quitaba el sueño. Dispuesta a acelerar las cosas, inventó que quería ir a la capital a estudiar un diplomado, con la finalidad de estar cerca de su novio. Su hermano seguía en la pensión, por lo que alojó otra vez con él.

Jorge ya tenía otra relación con una chica capitalina, misma que saboteó Eugenia, poco a poco, sin presentar batalla de frente, seduciéndolo con mimos, hablando de recuerdos de los padres y de su ciudad natal. Tejió una red muy sutil y muy efectiva que provocó que él reanudara las relaciones de noviazgo con ella, y como no quería regresar a provincia, precipitó las cosas para que se casaran antes de que terminara ese año.

Se fueron a vivir a un pequeño departamento en la colonia Roma, que los padres de ambos amueblaron y equiparon con lo más moderno que había y se dedicaron a vivir y disfrutar. Eugenia se pasaba el día sin hacer nada porque su mamá le había mandado una sirvienta que llevaba la casa, así que se dedicaba a visitar amistades y divertirse con su marido.

Pasados unos años, el bufete de Jorge daba servicio a una numerosa clientela de élite, y había crecido a paso acelerado.  Ocupaba toda una planta en un edificio ubicado en Polanco, donde trabajaban 20 personas entre socios y empleados, con lo que la situación económica de la pareja era holgada, y su vida social muy intensa.

Decidieron tener familia por lo que compraron una casa en la misma colonia, una mansión de estilo colonial, que constaba de tres pisos: en la planta baja estaban los garajes y los cuartos de servicio, en el primer piso una gran estancia con un bar muy amplio y una enorme sala-comedor, antecomedor, cocina y el salón de juegos. En el siguiente piso había cinco recámaras, cada una con su baño.

Eugenia no se molestaba en nada. Cuando nacieron los niños, dos hombres y una mujer, la que se encargó de ellos, día y noche, fue una Nana que le mandó su mamá.  Había también una cocinera cuya hermana hacía las labores de limpieza, aparte del jardinero que iba una vez a la semana y que limpiaba también los vidrios, enceraba muebles, etc. Jorge pagaba directamente los sueldos y se encargaba del mantenimiento y reparaciones de la casa, por lo que ella era como una hija más.

La Nana, que dormía en uno de los cuartos del tercer piso para poder estar al pendiente de los niños ya que los papás salían casi todas las noches, los despertaba temprano, los vestía (hasta los 10 años), les daba de desayunar y los ayudaba a subir al transporte escolar. En mediodía los recibía de la escuela, les daba de comer y los cuidaba hasta la hora del baño, la cena y acostarlos. Disponía para sus asuntos personales del tiempo que ellos estaban en el colegio.

Eugenia no se levantaba antes de las 10 de la mañana en que se iba al gimnasio o de compras. Su marido no venía entre semana a comer, por lo que los martes y jueves ella tenía una reunión desde la comida para jugar cartas hasta las 10 de la noche.  Los lunes comía con sus amigas en algún centro comercial al que iban de compras, y los miércoles y viernes comía con sus hijos, y se iba a dormir una prolongada siesta, para arreglarse y salir por la noche al cine, al teatro, a alguna reunión social o cena de compromiso.

Jorge estaba siempre ocupado o de viaje, por lo que se veían poco. En una ocasión, una de sus amigas le dijo que si no le daba miedo que él tuviera una amante y por eso estuviese ausente tanto tiempo, a lo que Eugenia respondió: “mientras a mí me tenga como una princesa, y pueda yo gastar todo lo que quiera, eso no me importa”.

La mayoría de los fines de semana se iban a Valle de Bravo, donde tenían una casa muy amplia, con una pareja que la cuidaba y vivía ahí, adonde invitaban a algunos amigos para que los niños se divirtieran y ellos pudieran aprovechar la ocasión para disfrutar en grande o cultivar alguna relación de negocios.

Una vez al año se iban de viaje a Europa, Asia o Sudamérica durante un mes, casi siempre con un grupo de amigos. Hoteles de lujo como el Waldorf Astoria o El Plaza en Nueva York, el George V en París, el Ritz Palace en Madrid, cruceros con suites enormes para ir a las Islas Griegas, a los fiordos de Noruega, a San Petersburgo, al Mediterráneo, seguir en uno de ellos el curso del Rin desde Rotterdam en Holanda, hasta Basilea en Suiza, autos con chofer, en fin, no se privaban de nada durante estos recorridos. Ellas no visitaban muchos museos, pero no había tienda o joyería que se les escapara en ningún lugar, mientras los maridos hacían lo mismo o se iban a tomar una copa por ahí.

Fueron muchos años de vivir cada uno su vida matrimonial por separado, él, trabajando mucho, cultivando sus relaciones profesionales, amasando una fortuna, y ella, gastando el dinero que su marido ganaba en ropa, joyas y símbolos de status. Convivían socialmente con mucha frecuencia, ya fuera con sus amistades, o con clientes potenciales o establecidos.

A los niños, que eran bien parecidos y agradables como los papás y estaban por lo general sanos, los veían por lo general los fines de semana. No eran unos alumnos brillantes, inclusive uno de ellos reprobó un año, lo que no preocupó a los padres que decían que sólo se es niño una vez, que ya crecerían. Los abuelos tenían una recámara para ellos y se alternaban para visitar a los nietos durante una semana de vez en cuando, y cuando venían a quedarse en México todo el mes que Eugenia y Jorge se iban de vacaciones.

Así transcurrieron muchos años, todo miel sobre hojuelas, hasta que una aciaga mañana del mes de octubre, cuando Jorge estaba en el bufete, sintió un fuerte dolor de cabeza y se desmayó. Lo llevaron de inmediato al hospital, donde lo internaron para hacerle estudios. Resultó que había sufrido un accidente cardiovascular masivo.  Cirugías, transfusiones, nerviosismo, tiempo de espera para ver qué secuelas quedaban.  “Está estable” era el diagnóstico que daban los médicos. Poco a poco, empezó a mejorar, cuando de pronto se puso muy grave: resultó que había contraído una infección que lo tenía al borde la muerte, en estado de coma, interno en la Sala de Terapia Intensiva (UCI).

Eugenia, que había pasado de ser hija de familia a una princesa consentida y mimada, nunca había enfrentado el dolor ni una enfermedad en su familia, por lo que no sabía qué hacer.  Los abuelos vinieron a su casa para quedarse con los niños y el servicio estaba acostumbrado a funcionar solo, así que ella no hacía falta para que todo siguiera adelante.

Los médicos los conocían y se esmeraron en dar a Jorge la mejor atención profesional y humana posible, sin embargo se desconcertaban cuando reportaban a Eugenia la condición médica, ya que ella les decía que no entendía nada, que ellos tomaran las decisiones que hicieran falta.

Mientras Jorge estaba en la sala de Cuidados Intensivos, Eugenia se quedaba en una suite de lujo en el mismo hospital. Hizo que le trajeran todos sus artículos de tocador  y mucha ropa para cambiarse y estar siempre impecable, y se quedaba ahí diciendo que no quería salir. Se percató que esa era una posición social aceptada. Las amistades se turnaban para llegar por la tarde y llevarla comer-cenar a un buen restaurante cercano, y las amigas iban a por ella para irse a desayunar juntas.

A las visitas de la UCI no iba porque se “deprimía mucho”, por lo que la persona que se quedaba en las noches con Jorge era una abogada del despacho, la segunda de a bordo, a quien los médicos también conocían, por lo que, por las noches, colocaban una cama junto al enfermo para ella.  Sólo salía por la mañana temprano para irse a bañar y cambiarse a su casa, ir al despacho y atender los asuntos urgentes, y regresaba para estar junto a él el mayor tiempo posible.

Esta difícil situación, en la que Jorge estuvo varias veces a punto de morir,  duró un mes, tiempo en que la abogada estuvo con él la mayor parte del día y todas las noches. Eugenia no lo visitó ni una sola vez porque se ponía nerviosa, aunque los médicos y amistades le insistían que era conveniente que fuera a platicar con él y le infundiera ánimos.

Finalmente, a Jorge lo dieron de alta y se fue a su casa, donde lo instalaron en el salón de juegos, que tenía un baño completo y estaba cerca de la sala y comedor, para que pudiera salir a comer ahí con los niños, ya que no podía subir y bajar escaleras todavía..   Contrataron a un cuidador que lo atendía día y noche, lo ayudaba a asearse, rasurarse, levantarse de la cama, desplazarse para ir a comer o a ver la televisión.  Ahí recibía a sus amistades y socios del bufete que le informaban cómo iban las cosas en su ausencia.  Eugenia le pidió que vinieran los socios hombres y no la abogada que lo había cuidado en el hospital para evitar que las amistades fueran a “inventar chismes”, lo que Jorge acepto sin rechistar.

Estaba muy mermado física y anímicamente, había adelgazado hasta ser casi un esqueleto forrado de piel, se sentía desorientado y no tenía fuerzas para valerse por sí mismo, por lo que se convirtió en un paciente muy manejable y que no daba problemas.

Eugenia siguió durmiendo sola en la recámara matrimonial, levantándose tarde, saliendo con sus amigas a jugar o de compras, en fin, se reintegró a la vida que llevaba antes de que su marido enfermara.  Decía que ahora los niños estaban más cuidados y mimados por el papá, lo que le permitía ausentarse más, porque se ponía nerviosa con tanta gente en la casa.

En efecto, la casa estaba siempre llena de gente. Nada más del servicio eran las tres asistentas, el jardinero una vez a la semana, el chofer todos los días para llevar a Jorge al doctor o a sus terapias y el cuidador, con lo que hablamos de cinco o seis elementos de ayuda. Los papás de Jorge se habían mudado a la casa para estar todo el tiempo con él, los tres niños y Jorge sumaban seis personas, y cuando estaba Eugenia, siete. Esto se traducía en que la cocinera estaba todo el día en activo preparando alimentos para doce o trece personas. Era una multitud cuando venía un amiguito de los niños de visita o alguna amistad caía por ahí.

Gracias a que habían ahorros suficientes, no se presentaron problemas económicos, aunque el papá de Jorge se tuvo que encargar del mantenimiento de la casa y contratar al plomero o al electricista cuando algo fallaba, y uno de los socios, de cubrir los sueldos de todos los que laboraban en ella.

Esta situación duró varios meses, hasta que sorpresivamente, Jorge murió de un infarto al corazón, con lo que Eugenia se volvió, otra vez, la figura estelar, la viuda apesadumbrada y llorosa durante todo el funeral y los meses siguientes.

El testamento estaba a su favor. Ella heredó, en nuda propiedad, la casa que era para los hijos, se quedó con la casa de Valle, todas las cuentas bancarias y de inversión, y el bufete del que Jorge era el socio mayoritario, así que tenía el futuro resuelto para criar a sus hijos sin preocupaciones.

Como el bufete no le interesaba, vendió a los socios la parte de Jorge a un precio muy módico, con una única condición, que a la abogada que había cuidado a Jorge en el hospital, la liquidaran de acuerdo con la ley y nada más. Los socios le dijeron que eso no era justo, que ella era la segunda en orden jerárquico y merecía la oportunidad de quedarse en el despacho.

Ante esta situación, la princesa se transformó en fiera. Con una voz sibilante les dijo que sabían muy bien por qué hacía esto y que, si no estaban de acuerdo con su decisión, vendería la parte de Jorge a otros abogados, además de enfatizarles que ella era la propietaria del piso que ocupaba el bufete y, si accedían, les cobraría una renta moderada y les vendería el mobiliario a un precio accesible. Ante esta amenaza, los socios cedieron y liquidaron a su compañera.

Las amigas estaban asombradas ante esta reacción de Eugenia, ya no era la mujercita dependiente que sólo estiraba la mano para pedir dinero, o para recibir alguna joya, estaba tomando el control del dinero y decisiones sobre él como si siempre lo hubiera hecho.

Cuando le preguntaron  por qué se había portado así con la abogada, les dijo que era ingenua pero no tanto, que sabía que ella era amante de su marido desde hacía muchos años, estaba enterada de que salían de viaje con cierta frecuencia, en fin, que tenían una relación establecida, lo que a ella no le importaba mientras él cumpliera con su deber de padre y le diera todo lo que le pedía, pero que no se le daba la gana que ella siguiera en el despacho.

Dijo también que, hacía tiempo que la relación con Jorge era superficial, por lo que no le nació atenderlo o cuidarlo en Terapia Intensiva, que para eso estaba su amante, que ella se fregara con las desveladas a cambio de lo que se había divertido con su marido.

En efecto, la amante terminó, cuando salió Jorge del hospital, muy desmejorada, ya que casi no dormía por estar con él en la UCI; mientras que la princesa tomaba su Tafil y dormía hasta tarde. Durante el día, la primera se iba a la oficina a sacar el trabajo adelante, mientras la esposa socializaba y se ponía sus tratamientos de belleza o recibía a la peinadora en la suite del hospital.

Lo que Eugenia no supo es que esa abogada, que en efecto había sido la amante de Jorge sin interferir en su matrimonio, era una profesionista muy capaz. En el medio legal, cuando se supo que la liquidaron, le llovieron las ofertas de trabajo y aceptó una que duplicó sus ingresos. Ella provenía de una familia acomodada,  tenía un patrimonio holgado, y había sido más compañera y amiga de Jorge que amante, ya que él no podía platicar nada de sus negocios con Eugenia porque “tenía la cabeza hueca” decía él.    Convivían doce o catorce horas diarias  en el bufete y con reuniones con los clientes, hablaban el mismo idioma, tenían los mismos intereses, los dos eran atractivos y jóvenes, por lo que pasó lo esperado en los casos en que la esposa-princesa no conoce ni comparte el mundo laboral del marido. Por supuesto que se enamoró de él y tuvo el privilegio de cuidarlo en los momentos más difíciles de su vida, lo que la hizo sentirse tranquila. Después, cuando Jorge estuvo en su casa, sólo por teléfono siguieron en contacto.

Así que lo que Eugenia consideró un castigo, dejarla ese mes en Terapia Intensiva para que se fregara cuidando a Jorge, fue la oportunidad de alentar a su amor a seguir adelante y despedirse de él si algo pasaba.

En ocasiones, en las Salas de Terapia Intensiva se entera uno de muchas cosas.

Eugenia no sabía trabajar en nada. Toda su vida la pasó dependiendo económicamente de sus padres y de su marido. El patrimonio era abundante y alcanzó para vivir algunos años con el mismo ritmo de vida dispendioso que había llevado siempre, conservar a todo el personal de servicio, incluyendo al chofer para que llevara a los niños a sus clases extras por las tardes, mientras ella jugaba cartas con las amigas, o se iba al cine o de compras, pero llegó el día en que las arcas se encontraron casi vacías.

Ya había casado a dos hijas con muchachos de familias acomodadas, quedaba sólo el más pequeño, por lo que ella hizo lo que sabía hacer, buscó un marido que la mantuviera.  No fue un hombre exitoso como Jorge, pero le dio un hogar y una vida confortable, sin lujos excesivos y sin carencias.

Eugenia estudió Filosofía y Letras para salirse de su casa y de su ciudad provinciana, pero nunca siguió estudiando nada más. Tampoco leía ni se ocupó de enriquecer su cultura o de ejercitar su mente.   Algunas amistades se preguntan si eso colaboró a que, cuando cumplió 65 años, empezara a padecer Alzheimer.

Al poco tiempo de ir perdiendo la memoria, su segundo esposo murió y ella se quedó sola. Ya sus padres habían muerto, y su hermano vivía en el extranjero, quedaban los hijos, todos casados y con niños pequeños, por lo que la internaron en una residencia para personas con enfermedades propias de la vejez o Alzheimer. Triste final para una princesa. Las amistades se retiraron y ya no la visitaban. Los hijos espaciaban sus visitas porque “los deprimía ver a su mamá así”. ¿Dónde, cuándo y de quién aprendieron esa conducta?  Por ahí dicen que se cosecha lo que se siembra. Ella nunca los crio, los cuidó, se desveló con sus enfermedades infantiles, estuvo junto a ellos en la adolescencia, compartió sus alegrías y tristezas, los alentó en sus momentos difíciles, por lo que no era de extrañar que no acudieran a convivir con ella con frecuencia.

El tiempo pasó y Eugenia ya no reconocía a sus hijos ni a sus nietos, no sabía dónde estaba ni lo que había hecho. El vacío y la soledad fueron sus compañeros hasta que murió.

 

 

 

¿Inseminación artificial?

Estoy depurando mi archivo y encontré unos relatos cortos que escribí hace muchos años. Cualquier parecido con personas que ustedes conozcan es pura coincidencia. Lo que sí puedo asegurarles es que: LA REALIDAD SUPERA A LA FICCIÓN

¿Inseminación artificial?

Georgina era una joven de 21 años, inteligente, simpática, bien parecida, que tenía un cuerpo muy bien formado, su piel era morena clara y su rostro se iluminaba por un par de ojos zarcos que siempre tenían una chispa de alegría o de picardía. Su cabello ondulado caía sobre sus hombros en una abundante melena que ella movía con coquetería al andar.  Trabajaba como secretaria en una empresa particular en la capital.  Provenía de una familia de clase obrera, donde todos se esforzaban para sostener a los hermanos pequeños.  Al decir todos me refiero a ella, su hermano mayor que era obrero, igual que el padre, y su hermana Alicia que trabajaba como dependienta en un almacén del Centro, su madre que lavaba y planchaba ropa ajena y la otra hermana que se encargaba de cuidar a los tres más pequeños mientras los demás estaban fuera.

Georgina conoció a Víctor, un apuesto muchacho de 25 años, rubio, alto, delgado, con ojos azules, que estaba terminando sus estudios de Contabilidad y trabajaba para ayudar a sus padres con quienes vivía, cuando iba a comprar algunas cosas que faltaban en su casa para preparar los alimentos del día siguiente, en la tienda de abarrotes que estaba cerca de su oficina. Él era proveedor de café e iba ahí con frecuencia a dejar pedidos, o a cobrar.

Primero fue el saludo, una breve conversación, la invitación a tomar un café en el Restaurant de la esquina. Más tarde vino salir a pasear a Chapultepec los domingos, ir al cine los sábados y, poco a poco, el enamoramiento se convirtió en una hoguera que rompió las barreras de contención de la pareja. Ya conocen el refrán: “El hombre es fuego, la mujer, estopa, y viene el diablo y sopla”

En lugar de ir al cine o a pasear al Bosque de Chapultepec, los fines de semana, se escapaban a un Motel donde pasaban tres o cuatro horas disfrutando de estos encuentros furtivos. La mamá previno a Georgina y le dijo que si Víctor le pedía “la prueba de su amor”, no se acostara con él porque una vez que lo hiciera él se iba a desaparecer.

Llevaban ya seis meses de relaciones cuando apareció un evento que cimbró sus vidas. Georgina estaba embarazada. Al principio pensó que era un retraso. Después de un mes de que no le llegó la regla, y las náuseas y mareos que sentía por las mañanas, no le quedó duda alguna: estaba encinta.

Cuando se lo comunicó a Víctor, éste le dijo que no se podían casar porque él no ganaba lo suficiente. Le ofreció pagar el aborto o, si ella lo prefería, darle su apellido al niño y cooperar para su manutención, mientras tuviera dinero para salirse de casa de sus padres e irse a vivir los dos juntos y mientras, ella seguiría en su casa, trabajando también.

Georgina no quería abortar, pero la solución de que su hermana criara a su hijo mientras ella trabajaba y Víctor ganaba más dinero para poder rentar un departamento y casarse, no le satisfacía. Se imaginaba el escándalo que iba a hacer su padre y su familia, lo que dirían los vecinos, sus compañeros de trabajo, en fin, era nadar contra corriente y no se sentía con fuerzas.

Días enteros comiendo apenas cualquier bocado, noches enteras pensando y pensando en qué podría hacer y el tiempo seguía avanzando.

Finalmente, su mamá se dio cuenta de lo que pasaba y la buscó para hablar a solas con ella. Le preguntó directo qué pensaba hacer sobre su embarazo. Georgina lloró, pidió perdón por haberse portado mal, por no haber seguido sus consejos y la abrazó con ansiedad y miedo.

La señora le dijo que ya había pensado en una solución y que se iba a ir con su hermano a Washington, quien ya tenía varios años trabajando en una fábrica y se había casado allá con una norteamericana. Él podría encontrarle alguna “chamba” aunque no tuviera papeles y, cuando naciera el niño lo daría en adopción y se regresaría a México, con lo que evitaban que el papá , la familia y todo mundo se enteraran de su desliz.

Era una decisión tomada, Georgina no pudo hacer nada, tan sólo acatarla y hacer lo que su madre le ordenaba. Fueron a ver al contacto de su tío, el que lo había ayudado a cruzar la frontera sin papeles, y le pidieron que las ayudara.  Lo hizo mediante una buena cantidad de dinero que la mamá pidió prestada a una de sus patronas que la conocía desde hacía varios años.

A todos les dijeron que el tío les había mandado el dinero para el viaje porque  tenía para Georgina una oportunidad de un trabajo muy bueno. Víctor no estaba de acuerdo, pero como no daba soluciones, no tenía voz ni voto. Sólo le pidió que no diera el niño en adopción, a lo que ella respondió que era la mejor opción para que el niño tuviera una familia que lo quisiera y le diera todo lo que ellos no podían por falta de dinero.

La mamá puso como condición que no le dijera a Víctor la dirección del tío, ni los arreglos que habían hecho, que sólo le dijera que cuando estuviera instalada le llamaría por teléfono, lo que Georgina hizo sin rechistar.

Así, la pareja se separó y Georgina empezó la aventura que miles de mexicanos han vivido: cruzar la frontera con Estados Unidos a escondidas, como “brasero  o espalda mojada”, para ser un “sin papeles” más en aquel país del norte.

Fue toda una odisea, pero logró llegar a Washington sin problemas. El tío la recibió con los brazos abiertos, igual que su esposa. Ellos vivían en un suburbio tranquilo, de casitas pequeñas, un poco deterioradas, y le cedieron una de las dos recámaras que tenía la casa a Georgina.

A los pocos días, ésta empezó a limpiar casas de personas que conocían a su tío. Era un trabajo digno, no muy difícil por la cantidad de aparatos eléctricos y detergentes que facilitaban su labor y, sobre todo, muy bien pagado.

A través del párroco del templo católico al que asistían a Misa los domingos, supieron de una agencia de adopciones para que, un poco más avanzado el embarazo, se hicieran los trámites oportunos.

Los meses pasaban muy lento para Georgina, por lo que decidió ponerse  a estudiar el inglés. Compró unos discos y unos libros, y todas las tardes se dedicaba dos o tres horas a escribir, y a repetir las lecciones que escuchaba.

Georgina hacia la limpieza de cinco casas diferentes durante la mañana, de lunes a viernes. Ella tenía las llaves y entraba y salía sola porque todos los dueños trabajaban.  El fin de semana convivía con sus tíos, quienes la querían por lo acomedida, callada, trabajadora, considerada, respetuosa, que era. Por las mañanas temprano, se levantaba antes que ellos y les preparaba su jugo, unos huevos revueltos y tenía listo el café para que ellos no se retrasaran y salieran a tiempo. Igualmente, cuando llegaban de trabajar, ella ya había dispuesto la merienda y los recibía con la mesa puesta.

Pasaron tres meses y Georgina conoció a uno de sus patrones porque él estaba de vacaciones. Era un hombre divorciado, sin hijos, de unos 40 años, bien parecido, rubio, que trabajaba en una compañía de seguros y se llamaba Stephen Mayor.  Él empezó a platicar con ella, a preguntarle de su embarazo, sus planes, su futuro, y Georgina, feliz de tener con quien hablar aparte de sus tíos, se explayó con él y le contó toda la verdad y que planeaba dar al bebé en adopción y regresar a México.

A la semana siguiente, Stephen seguía de vacaciones y le pidió le guisara algo para desayunar y que se sentara a acompañarlo mientras conversaban. Como él no tenía un horario rígido para entrar a la oficina, se hizo una costumbre que ella le sirviera el desayuno y convivieran un rato cuando Georgina llegaba los miércoles a limpiar la casa..

Ella lo admiraba mucho. Era americano y hablaba bastante bien el español, mejor que ella el inglés desde luego. Era muy culto, o así le parecía a ella, simpático, agradable, sencillo, respetuoso, y se hicieron buenos amigos.

Cuando llegó el octavo mes de embarazo, Georgina y sus tíos fueron a ver al sacerdote para pedirle los datos de la agencia de adopciones. Dar ese paso le costó mucho trabajo a Georgina, porque se había acostumbrado a sentir las patadas del bebé, a platicar con él, a imaginar cómo sería, a quién se parecería.

El siguiente miércoles, Stephen la vio triste y le preguntó que le pasaba. Georgina se soltó llorando a mares y le dijo que le dolía desprenderse de su hijo, pero que no había otra solución. Él la abrazo y la tranquilizó un poco, mientras mantenía el ceño fruncido y la mandíbula fuertemente apretada.

Anteriormente, le había dicho que era inaudito que el papá no hubiera ido a buscarla, que se conformara con que ella sola resolviera todo y que eso no era una conducta responsable, ni de alguien que la respetaba y la amaba. Sin embargo, le preguntó si había considerado llamarle y ver si había cambiado de opinión, a lo que Georgina respondió que ya no sentía nada por él y que, cuando regresara a México, no iba a volver con él por nada del mundo. Stephen se fue a su trabajo y Georgina se puso a limpiar la casa.

El siguiente sábado, cuando Georgina y sus tíos terminaron de desayunar, oyeron el timbre de la puerta. Su tío fue a abrir y, con sorpresa, vio en el umbral a Stephen, lo que le asustó mucho.

  • ¿Pasa algo señor? ¿Se le ofrece algo? – dijo el tío.
  • No, no pasa nada, vengo a platicar con Georgina, si usted me lo permite.

Los tíos se miraron extrañados y lo invitaron a pasar, a lo que Stephen respondió que tenía su auto afuera y prefería ir con ella a dar una vuelta. Georgina no salía del asombro que le causó ver a su patrón en su casa. ¿Habré echado algo a perder? ¿Será que ya no quiere que vaya a hacerle la limpieza? Estos y muchos pensamientos parecidos desfilaron por su mente en segundos. Le dijo que sí y salieron de la casa.

Después de andar un rato en el coche, los dos en silencio, llegaron a un parque y Stephen se estacionó. Bajaron a caminar entre los árboles y Georgina esperaba que él le dijera que era lo que pasaba.

Stephen le dijo que ella sabía que era divorciado, que no tenía hijos, que tenía un buen trabajo que le permitía vivir con ciertas comodidades, y que se había enamorado de ella. Georgina se soltó llorando y le señaló su vientre abultado y le dijo que ella no estaba en condiciones de soñar siquiera en tener una relación de pareja en los momentos tan difíciles y dolorosos que estaba viviendo. Que le agradecía sus palabras y que si, cuando todo pasara, él la seguía queriendo, podrían probar  y tener una relación de novios para ver si se entendían.

Él la abrazó y le dijo que no tenía por qué sufrir más, que se quería casar con ella, registrar al bebé como hijo suyo, y criarlo con todas las comodidades y el cariño que se merecía. Le propuso que si después de un año de vivir juntos, ella decidía que no podía quererlo y aceptarlo, le daría su libertad y una pensión holgada para que criara al niño sin necesidad de salir a trabajar.

Georgina no podía creer lo que estaba escuchando. Un hombre la había dejado sola para que ella resolviera su maternidad y todas las consecuencias que la situación traía consigo, y otro, le ofrecía su apellido, su nacionalidad, un estatus económico desahogado, respeto y cariño para ella y para su hijo.

Siguieron caminando entre los árboles y él le pasó el brazo por los hombros, con mucho respeto, mientras hablaba sobre todo lo que podrían hacer con el bebé, cómo le arreglarían su cuarto, dónde quería ella que naciera, en fin, la trataba como si fuera su esposa ya, lo que hizo que Georgina, al sentirse protegida y apoyada, conmovida, apoyara su cabeza en su hombro y le pasara el brazo por la cintura, para que siguieran paseando mientras ella respiraba profundamente para oxigenar su mente y tranquilizar su alma.

Así, Georgina se casó a la semana siguiente y se fue a vivir con Stephan, sin que la mamá, que estaba enterada de todo, dijera nada todavía al papá y a la familia. Nació el bebé, un angelito rubio muy bonito, al que llamaron Stephen.  El niño se parecía, hasta físicamente, a su nuevo papá.

Ya no se volvió a tocar el tema de separarse. Georgina lo amaba más cada día y se desvivía por él. Sólo había una sombra en su ánimo y era que no se embarazaba y ella quería tener un hijo de su marido y que el niño no fuera hijo único.

Pasaron tres años y un día le dijo a Stephan que se iba a hacer unos estudios para ver por qué no se embarazaba. Él le respondió que no hacía falta, que él ya había ido a hacerse unos análisis y que su conteo espermático era muy bajo, casi nulo, por lo que no podrían concebir. Lloraron los dos abrazados y dijeron que no importaba, que tal vez más adelante adoptarían un niño.

Pasó el tiempo y un día, después de tomarse unas copas en una fiesta, Stephen le dijo a Georgina que tenía la solución para que el niño tuviera otro hermano. Intrigada, ella le preguntó qué había pensado.

  • Mira mi vida, Stephen se parece a mí, sólo tiene tus bellos ojos y nadie duda que es mi hijo. Sé que te parecerá una locura, pero he pensado en que, después de definir los días en que ovulas, hagas un viaje a México y tomes unas ”vacaciones” con el papá del niño en esa fecha, para que quedes embarazada.  Me contaste que ya se casó y que creyó que diste al niño en adopción, así que no hay peligro futuro. ¿Cómo ves?
  • ¿Estás loco? ¿Acostarme y tener sexo con ese inmaduro que me abandonó cuando más lo necesitaba? ¡Jamás!
  • Bueno, piénsalo, sería una semana y nunca más lo verías otra vez.
  • No tengo nada que pensar, por supuesto que no, cuando quieras otro hijo, lo adoptamos y ya.

No se volvió a tocar el tema y, aunque Georgina se dijo que era una “puntada de borracho”, empezó a pensar cada vez con más frecuencia en la propuesta, hasta que un día, tres meses después le dijo a su marido:

  • Ya tengo localizados los días en que ovulo y estoy dispuesta a ir a México. ¿Sigues pensando que es una buena idea?
  • Por supuesto que sí. ¿Cuándo tienes que irte? Yo cuido al niño.
  • Dentro de una semana. Ya vi unos paquetes para Puerto Vallarta, Jalisco y me puedo ir siete días. Mañana le llamo por teléfono y lo invito para ver qué dice.

A la noche siguiente, Georgina le informó que ya estaba organizado todo y que se iba a México. Se sentía rara, pero de tener un hijo de sabrá Dios quién, a tenerlo de alguien que ya había visto que podía tener hijos sanos, no tenía ni que pensarlo.

 

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El viaje a Vallarta resultó muy agradable. Víctor era atento, delicado, buen amante, fogoso, por lo que a Georgina no le costó trabajo “engancharse” y tener dos o tres relaciones sexuales casi todos los días.  Cuando pasó la semana, se despidieron y prometieron que se tomarían otros días de vacaciones el próximo año. Los dos estaban casados, por lo que no habría llamadas telefónicas ni ninguna interferencia en sus respectivos matrimonios.

 

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Tal y como lo planearon, Georgina se embarazó y tuvo una niña rubia, con ojos azules como Stephen. Ya tenían la parejita y todo les iba de maravilla. Sin embargo, Stephen dijo que necesitaban otro hijo porque si no cada uno sería como hijo único. Así que Georgina planeó todo e invitó a Víctor a Vallarta a unos días de vacaciones. Repitieron la escapada y pasaron una semana de sexo, sol y playa, en ese orden. Cada uno regresó a su casa y quedaron de verse al año siguiente.

La estrategia dio resultado y Georgina trajo al mundo a un niño rubio, con ojos azules, muy parecido a sus hermanos. Aprovechó la ocasión para ligarse y evitar tener hijos más adelante. Estaba feliz con su familia, todo mundo decía que los tres se parecían mucho a Stephen y que formaban una bella familia, lo cual era cierto.

Ella ya no regresó a Vallarta para encontrarse con Víctor. Y tampoco volvió a México. Les pagaba el viaje a sus papás para que fueran a ver a sus nietos una vez al año, e invitaba a sus hermanos, de uno en uno, a que tomaran vacaciones en su casa.

A pesar de haber tomado todas las precauciones, y de que su mamá no supiera la estrategia mediante la cual se había embarazado las últimas dos veces, Georgina se sentía intranquila de que Víctor fuera algún día a buscarla, se fijara en los niños y sacara cuentas de cuándo nacieron, así que le pidió a Stephen que pidiera una transferencia en su trabajo a otro estado y planear, de ahí en adelante, unas vacaciones con sus padres y hermanos en algún lugar de los Estados Unidos lejano a su lugar de residencia, para que ellos no conocieran su casa. Las llamadas telefónicas serían siempre por celular, así que los papás y la familia no podrían dar información sobre su paradero.

Así lo hicieron y se mudaron a otra ciudad, muy lejos de Washington , donde criaron a sus hijos en un ambiente tranquilo y próspero.

La mente humana es muy compleja. Un día de esos, Víctor recibió en su oficina un sobre con tres fotografías de tres niños rubios. Entendió el mensaje y, con toda discreción empezó a buscar a Georgina. No la encontró a pesar de muchas pesquisas y tuvo que desistir, porque la esposa lo celaba mucho. ¿Para qué envió las fotos Georgina? ¿Qué buscaba? ¿Castigarlo? ¿Desquitarse? ¿Qué la fuera a buscar? No lo sabemos porque Víctor ya no le movió al asunto y sólo se acuerda de ella cuando va a Vallarta.